miércoles, 8 de diciembre de 2010

No es nada fácil acostumbrarse, la peor parte soy yo. Pelearme conmigo todos los días no es algo que me agrade, sobre todo cuando nunca gano. He descubierto que puedo cambiar de humor unas 17 veces en 12 horas. Sé que vale la pena, sé lo que me juego, lo que invierto y estoy más que convencida (por una vez en la vida) pero está siendo duro.
Nadie te ve con estos pelos, en chándal, con ojeras, nadie ve las seis horas de estudio, la media hora de ensayar delante del espejo, nadie ve los descansos que invierto en hacer material. Nadie me puede asegurar que todo esto esté contando, que vaya a ser garantía de algo... lo único que sé es que no hacerlo sí que no es una opción.
A eso de las 8 de la mañana me despierta un zumo de naranja recién hecho, junto a una voz que me pide perdón por interrumpir mi sueño. Esta disculpa siempre parece poco creíble, pero yo qué sé, no estoy para discutir a esas horas así que contesto: "No importa, ya me iba a levantar". Creo que mi respuesta tampoco parece convincente...
La parte graciosa es verles hacer de malos conmigo, les leo los temas, les expongo la programación en Inglés y aunque no entienden una palabra me dicen: "te has trabado siete veces al leer", "tienes que trabajar más la entonación", "mira a todos los miembros del tribunal por igual" (y cuando dicen todos se refieren también a los gatos), "no hagas el cuento tan rápido"... Me sacan de quicio, pero me enternece que tengan paciencia para hacer esto una y otra vez.
Sí, creo que a este paso no voy a acabar muy bien de la cabeza... Ya lo voy notando cuando llega la última hora de la tarde y quedo con otro aspirante a entrar en el mundo de los locos. Bailamos sin música, nos reímos por cosas que no tienen gracia, hablamos de lo mismo de todos los días como si fuera totalmente nuevo y encima, volvemos a casas tan contentos.
Como diría Marshall, esto ya puede ser la leche...