Y lo maravilloso de vivir, al fin y al cabo, es que no sabes lo que va a pasar. No sabes lo que te va a ocurrir ni cómo vas a enfrentarte a determinadas situaciones. Y eso es algo francamente complicado sobre todo cuando es la propia vida la que te pilla por sorpresa.
Sin embargo y aunque parezca una incongruencia, las mejores vivencias, por lo menos en mi caso, siempre han venido a mí sin previo aviso, sin planearlo y acompañadas de la maravillosa certeza que te da saber que simplemente tú no podías hacer nada por evitar que te tocaran. ¿Y por qué habrían de evitarse si son tan maravillosas? Pues simplemente porque a veces son profundamente dolorosas y te dejan marca para siempre.
Ahora es el momento en el que aquel "Presente perfecto" se va transformando en algo un poco más "pluscuamperfecto", con momentos de ayer y hoy, con una sensación extrañamente familiar y unas cuantas pinceladas de realidad que me hacen pensar que, ahora sí, me adentro en la edad adulta y que no hay marcha atrás.
Yo sé que ya no soy esa chica perdida que buscaba saber quién era y que deseaba no se sabe muy bien el qué, pero indudablemente e inexorablemente algo de ella se ha quedado en mí: su miedo.
Cuando las pulsaciones me suben a 140, cuando no puedo conciliar el sueño, cuando se me quita el apetito, sé que ella me ha dejado el mejor regalo, porque es en ese instante cuando una fuerza sobrenatural que nace de algún lugar entre el corazón y el estómago se apodera de mí y consigue que levante la vista, mire al frente y me vuelva más valiente que nunca.
Ahora no importan los dolores de cabeza, ni el catarro, no importan los viajes, ni los madrugones, ahora queda mucho por hacer, toda esa valentía va por mis doce enanitos.